Los surfistas y los nudistas del Englisch Garten (el Jardín Inglés) demuestran la máxima “vive y deja vivir” de forma muy transparente. ¿Pero cuánta piel desnuda soporta realmente la vida ciudadana?
Una tarde de agosto, estoy en la estación de metro Marienplatz (Plaza de María) y sólo llevo puesto un bañador. ¿Cómo he llegado a esto? Nuestra oficina está cerca de los Frühlingnsanlagen (las Instalaciones de la Primavera) a la orilla del Isar. En verano la gente toma el sol por la mañana en pantalones cortos y bikini. Conozco de sobra este paisaje.
Múnich se conoce por la Eisbachwelle (la ola del Eisbach), por nadar en plena ciudad, por hacer barbacoas en el Flaucher y por sus muchas heladerías. Pero de camino al trabajo me pregunto: ¿De verdad es Múnich tan relajada y veraniega que se puede pasear tranquilamente por la ciudad vestido solamente con un bañador? He querido comprobarlo por mí mismo.
No tenía ni idea de lo que me esperaba. En realidad, no soy el tipo de persona a la que le gusta mostrarse y sin embargo la idea me ha parecido interesante. Aunque la última vez que hice algo de deporte fue hace tiempo y aún me queda en la tripa algo de la última comilona de Navidad, el muniqués corriente no sólo es relajado, sino que tampoco es presumido en absoluto. O eso pensaba.
Me siento como si llevara el bañador de Elton John en unas vacaciones en Hawái.
He quedado con el fotógrafo Frank ante nuestra oficina, que es quien debe documentar la prueba. Equipado con un bañador, que como tal es inconfundible: estrecho, corto y con un estampado salvaje de plantas tropicales y flores de colores. Me siento como si llevara el bañador de Elton John en unas vacaciones en Hawái.
En el Isar el ambiente es relajado. Un par de señores mayores han redescubierto el tenis de mesa, algunas chicas están tumbadas por aquí y por allá y estudian para los exámenes de la Universidad. Algunos grupos están sentados junto al agua y escuchan música alta en el móvil. Aquí no le importa a nadie lo que llevas puesto, o lo que no. No me mira ni una sola persona. No llamo la atención y apunto en el cuadernito de notas: “Bañador muy adecuado alrededor del Isar”.
Seguimos en dirección al centro por la Gärtnerplatz (Plaza del Jardinero). La plaza también está repleta de gente, pero en lugar de grupos sentados en el suelo, hay más bien una mezcla de familias jóvenes que revolotean con mucho estilo, como unas chicas jóvenes y atractivas con batidos ecológicos en la mano. “Alexis, por favor siéntate un momento en el banco”. Frank saca su cámara del estuche y elige entre varios objetivos.
Parece hacerlo de forma totalmente seria y eso no me parece del todo bien. Preferiría que tuviera un pequeño Iphone que pasara desapercibido, porque poco a poco empieza a mirarnos mucha gente. Me da un poco de vergüenza. Además, el fotógrafo dice cosas como: “Ahora mira a la cámara”, “apóyate en el respaldo”, “exacto, lo haces genial”. Me siento como un exhibicionista. Una mujer a mi lado arruga el ceño. Su mirada se posa en mi colorido bañador. Ni siquiera intento imaginarme lo que está pensando.
En la Reichenbachstrasse, en el escaparate de una librería descubro un buen libro sobre la obra completa de Vermeer. Quiero comprar ese libro cueste lo que cueste. Así que hago acopio de valor y entro. La dependienta está ciega o ignora mi vestimenta a propósito. Sea como sea, mete el libro en una bolsa sin decir ni una palabra. Empiezo a preguntarme si es algo corriente comprar pesados libros de arte en bañador. Al salir, la dependienta aún me despide con un alegre: “Que tenga un buen día”. Anoto: “Las librerías de Múnich son adecuadas para el bañador”.
La siguiente parada: Viktualienmarkt (mercado). Me doy cuenta de que, cuanto más me alejo del Isar, más incómodo me siento. Me pregunto si la gente me toma por un turista australiano que ha perdido a su grupo de borrachines en la parte antigua. Ojalá no estuviera Frank conmigo, porque no para de hacerme fotos y gritar entre la multitud, cómo tengo que posar. Entre bocadillos de pescado y pepinillos en vinagre los turistas me miran asombrados. Por el contrario, los muniqueses en las terrazas de los bares parecen ignorarme.
Entretanto hemos llegado a la Marienplatz. Y porque ya no quiero andar más, Frank me convence para coger el metro hasta el Odeonplatz (la Plaza Odeón). Una muy mala idea. El subsuelo está repleto y es estrecho. Uno se encuentra aquí a la gente más variopinta en el espacio más reducido. Estoy sudando, aunque casi estoy desnudo. Al lado tengo a unas chicas que acaban de comprar en Zara, me miran de arriba a abajo entre risitas. Aquí hay hombres de negocios que están esperando a quitarse la corbata lo antes posible; gente con carritos de niño; gente con perros; gente con andadores.
Cuando salgo del metro, apunto: “Desaconsejo coger la U6 en bañador”.
Pero yo soy el único en bañador. Esta vez tampoco son imaginaciones mías: los demás usuarios del metro me miran con desconfianza. La mayoría seguro que se preguntan si he estado en el Isar o si vengo directamente de la Müllerstrasse (conocida por los bares y clubes de homosexuales). Cuando salgo del metro, apunto: “Desaconsejo coger la U6 en bañador”.
Ahora todo me importa un pepino, así que seguimos por la Maximilianstrasse (Calle de Maximiliano). Hay muchos clichés sobre la zona de compras más famosa de Múnich: por aquí pasan los coches más caros; aquí están las tiendas más caras, las personas más caras y la concentración más alta de turistas árabes. Mi objetivo es entrar en la boutique de Gucci, porque me quiero comprar un bolso para hombre. Antes de que pueda siquiera acercarme, me ve el empleado de seguridad y atranca la puerta de cristal a la velocidad de la luz. Estoy plantado delante de la tienda algo fastidiado. El empleado de seguridad me mira a través de la puerta.
Frank, que siempre anda buscando la foto perfecta, está en la acera de enfrente y tira fotos entre los coches que están aparcando. Al empleado, que está observando, se le enciende la bombilla. Desatranca la puerta a igual velocidad, me saluda a gritos y me hace señas para que entre. Le digo: “¿No me acabas de cerrar la puerta ante las narices?”
No responde en absoluto, sino que salta directamente: “¿Eres un famoso?” Ante tal desfachatez sólo puedo responder: “Si, claro, soy un jugador del Bayer de Múnich, ese paparazzi idiota me lleva siguiendo todo el día”. El empleado me mira enfadado. No sabe si creerme. Me doy la vuelta y decido no comprar nada en el Gucci por esta vez. Más tarde anoto en el cuadernillo: “El bañador es tabú en la tienda de Gucci, a no ser que seas famoso”.
Más tarde anoto en el cuadernillo: “El bañador es tabú en la tienda de Gucci, a no ser que seas famoso”.
Por la noche hago un repaso de la tarde y me sorprende un poco, con qué facilidad he podido pasearme por la ciudad con semejante atuendo. Raras veces he llamado realmente la atención. Los muniqueses parecían no sorprenderse demasiado por lo que llevaba puesto. No es tan fácil sorprender a la gente de la ciudad. Voy a tomar algo con amigos y disfruto de mi cerveza y la última luz del día en el Isar. En bañador.